Del cambio climático al cambio global
Asociar la problemática del riesgo ambiental exclusivamente al cambio climático implica una mirada simplista y cómoda. En primer lugar, porque reduce un fenómeno complejo a una sola causa y en segundo lugar, porque adjudica la responsabilidad a la naturaleza, fuera de las competencias humanas.
El cambio climático tiene mala prensa. Tanto en los medios de comunicación como en la calle, se lo culpa de provocar el deterioro ambiental de nuestro mundo globalizado. El Dr. Roberto Fernández, investigador de la Cátedra de Ecología de la FAUBA, advierte esta tendencia fácil a "tirar la pelota afuera" y señala: "nuestros mayores problemas ambientales no tienen una causa climática, ya que el motivo por el que el clima está cambiando -y lo seguirá haciendo- es la escala e intensidad de las actividades humanas".
En efecto, no sólo la liberación de dióxido de carbono a la atmósfera sino el uso de la tierra, el crecimiento demográfico, las formas de consumo, el tipo de tecnologías implementadas, son algunos de los factores que alteran (y empeoran) las condiciones climáticas en las que vivimos. Para mencionar sólo un dato: el estilo de vida actual insume un consumo de energía, cuyo 86 por ciento proviene de combustibles fósiles, 25 veces mayor que hace cien años atrás.
En este marco, las actividades agropecuarias contribuyeron a este explosivo aumento del uso energético no sólo debido a la mecanización sino especialmente a partir de la llamada revolución verde, que generalizó la utilización de agroquímicos (fertilizantes y pesticidas) alrededor del fin de la segunda guerra mundial. Este verdadero hito tecnológico que logró intensificar las prácticas agrícolas, constituyó la opción elegida para alimentar a una población creciente en momentos en que la mayor parte de las tierras más aptas ya estaban siendo cultivadas. Se incorporaron al cultivo materiales seleccionados con altos potenciales de rendimiento, sólo pasibles de ser efectivizados bajo condiciones controladas y estandarizadas de producción. Por lo tanto, representó un cambio en el grado de industrialización de las labores y un salto en la demanda de insumos.
Evaluar la crisis energética
El modelo adoptado derivó en una crisis energética. Consecuentemente, algunos científicos aplicar el cálculo de la eficiencia energética a los sistemas de producción de alimentos en los países desarrollados. "Del mismo modo en que se calculan márgenes brutos para evaluar la conveniencia de determinada actividad y tecnología -explica Fernández- (por ejemplo la realización de un cultivo de maíz con mayor o menor grado de fertilización) estimando un resultado en dólares o pesos, también es posible hacer un cálculo semejante usando como unidad de medida la energía. Cada uno de los productos obtenidos (en este caso grano) y de los insumos utilizados (combustibles, y agroquímicos, entre otros) tiene un equivalente energético y, así, es posible averiguar cuál es la relación para cada actividad entre el contenido energético del producto (P) y el de la suma de los insumos (I), es decir la eficiencia energética (P/I)".
Según el especialista, en la década del '70, para los países desarrollados se encontró que en promedio las actividades agropecuarias (y proveedoras de alimentos de otro tipo, como la pesca costera) se encontraban cerca de la unidad (P/I=1). Esto significa que en ese momento, a todos los efectos prácticos, se estaba actuando de un modo que equivalía a comerse el petróleo. El ranking de las actividades coincidió en general con lo esperable de acuerdo al número de niveles tróficos involucrados: la producción de granos cosecha más energía por unidad de insumo que la de carne, que a su vez cosecha más que la de leche. "Lo que el análisis reveló fue… la alta dependencia que los sistemas de producción en su conjunto tenían con respecto a la energía fósil. Actividades tradicionales tales como la caza y la recolección de frutos, o aún el cultivo de papa con bajos insumos, tienen una eficiencia mayor a uno, lo que no podría ser de otro modo…" pero otras, tales como la producción de carne en "feedlot" y la pesca de altura, requerían 10 calorías de petróleo para producir una de alimento.
Más allá de la empresa particular, en el sistema de producción nacional o global, cada insumo demandado por nosotros tiene un rastro energético representado por su costo energético (así como un rastro ambiental representado por sus impactos totales, incluyendo la energía y otros recursos). Esta visión integral de los procesos productivos, que no reconocen las clásicas segmentaciones en que quedaron divididos por la organización del trabajo humano, se puede observar claramente con un ejemplo. La industria de la maquinaria se basa en los proveedores de partes, los cuales compran chapas, perfiles, entre otros insumos que en última instancia provienen de una actividad minera de la que surgió el hierro con que se produjo su acero. Pero lo mismo sucede con los alimentos balanceados y los diversos productos que cada actividad agropecuaria demanda de otras: su rastro también incluye una contribución a su actividad. "Al aumentar el denominador de la relación P/I, las eficiencias calculadas de este modo más amplio y estricto son, lógicamente, menores que si ese rastro no se incluyera. El debate actual sobre la eficiencia energética de los biocombustibles se basa en gran medida en esta diferencia. De todos modos, como lo ha destacado hace poco el presidente del INTI, no debe perderse de vista que aún cuando sea alta la relación P/I de un biocombustible -incluyendo su rastro energético total-, como aparentemente sucede con el biodiesel, ello no significa que se trate de un recurso renovable, sino de uno que nos permitirá extender el uso de combustibles fósiles gracias al aporte de energía solar incorporada en la biomasa que le sirve de base", enfatiza el investigador.
Más insumos, menos eficiencia energética
Contra lo que podría haberse creído, con la profundización de la industrialización la eficiencia energética del modelo de desarrollo tecnológico no sólo no aumentó sino que disminuyó. La revolución verde se difundió del mundo desarrollado hacia el resto del planeta y en la misma medida lo hizo la caída en la eficiencia de los sistemas de producción. Es decir, la respuesta de la producción frente a un aumento del uso de insumos es cada vez menor. A este mecanismo, consecuencia de un principio económico básico, se lo conoce como la Ley de los Incrementos Marginales Decrecientes.
En estos momentos, investigadores de la FAUBA se encuentran actualizando los números involucrados en este fenómeno para el agro argentino, con la perspectiva a largo plazo de encontrar un rumbo tecnológico capaz de romper con esta relación inversa entre cantidad de insumos y eficiencia energética. Sin embargo, la economía nacional como un todo no parece tener una intensidad energética diferente al resto del planeta. "Si bien nuestro uso de energía por cabeza es alrededor de un quinto del de los norteamericanos, un tercio del de los españoles y el doble que el de los brasileños, aproximadamente la misma relación se mantiene para la de los productos brutos per cápita con cada uno de esos países", señala Fernández.
Durante las últimas décadas, los seres humanos hemos cambiado el planeta más rápidamente que en cualquier período anterior de su historia. Así se detalla en la "Evaluación de los Ecosistemas del Milenio", un informe en el que trabajaron dos mil expertos de cien países a pedido del Secretario General de la ONU. Por ejemplo, de 1960 a 2000, mientras la actividad económica se sextuplicaba, la extracción del agua de los ríos y los lagos se duplicó, la tala de madera para pulpa se triplicó y la cantidad de agua en los reservorios se cuadriplicó. Otros datos del informe dejan en claro el grado de aceleración de la actividad: más de la mitad de todo el fertilizante nitrogenado sintético utilizado en la historia lo ha sido desde 1985 y, del incremento de la concentración atmosférica de anhídrido carbónico ocurrido en total desde 1750, el 60% ha ocurrido desde 1959.
Estos ejemplos, mayormente relacionados con los llamados cambios biogeoquímicos (ciclo del carbono, nitrógeno y agua), se potencian con los cambios en el uso de la tierra (urbanización, avance de la frontera agropecuaria e intensificación), la disminución de la biodiversidad (pérdida de especies y poblaciones, disminución de la diversidad genética dentro de éstas) y por supuesto el cambio climático (y dentro de éste, el calentamiento global). A la fuerza y gravedad de estos cambios, se le suma el crecimiento de la población y la modificación de sus hábitos y niveles de consumo, que potencia los efectos del crecimiento numérico sobre la demanda de energía y otros recursos. En definitiva, son todos componentes del cambio global. Aún si el cambio climático no ocurriera, todas estas variaciones producirán modificaciones importantísimas cuyas consecuencias es necesario prever. En relación la actividad agropecuaria, los cambios en el uso de la tierra quizás provean los mejores ejemplos de cambios globales no necesariamente derivados del cambio climático.
"El cambio global (población, uso de la tierra) está en plena marcha hace más de un siglo. No puede decirse lo mismo acerca del cambio climático, ya que debido a la inercia de la biosfera y los océanos apenas estamos empezando a ver algunas de las consecuencias de nuestras acciones pasadas. Por los mismos motivos, potenciados por nuestra creciente capacidad para modificar el planeta, las decisiones de hoy afectarán el futuro más de lo que muchos se atreven a reconocer", observa el ecólogo.
Más información, pero hasta ahora poca acción
Pese a la multiplicidad de estudios académicos que confirman estos datos, las acciones y estrategias de intervención para mitigar el problema, que apunten directamente a las causas del cambio global, no están todavía en marcha. Es que mayor información no significa automáticamente mejor decisión. La información técnica es necesaria pero casi nunca suficiente para definir políticas. Por ejemplo, Fernandez sostiene que las decisiones que se tomen con respecto a los biocombustibles en el contexto del desarrollo del país no pueden dejar de lado la mejor información disponible sobre eficiencias energéticas, pero incluyéndolas en el marco de un análisis económico y de política general.
Las medidas de mitigación, incluso si fueran llevadas a cabo en profundidad por todas las grandes economías del mundo, podrían resultar insuficientes. "Aún cuando se diseñara un sistema de captura de dióxido de carbono viable para atenuar los efectos directos del cambio climático, la confianza ciega en la tecnología [actual] para resolver el resto de los problemas no parece ser una vía de acción recomendable, por lo menos tomando en cuenta las tendencias mostradas aquí para el agro", concluye Roberto Fernandez.
"Podría argumentarse -arriesga el investigador- que las acciones de mitigación tomadas por un país como el nuestro, con una contribución del 1% de las emisiones totales de carbono, serán irrelevantes. Sin embargo, parece conveniente considerarlo tanto por motivos éticos como prácticos, ya que podría usarse como argumento de negociación. Además, ese porcentaje no refleja las potencialidades en términos de almacenamiento de carbono que podrían darse en un territorio tan extenso como el nuestro, ni las contribuciones tecnológicas que pueden surgir de nuestra larga experiencia de innovación en el uso del suelo bajo contextos muy diferentes".